Se acercaron al pequeño hotel con casas de madera. Ni siquiera tuvieron que dar nombres falsos en el hotel, ya que en el Reino Republicano de Francia no hace falta. Y usaron la tarjeta del Ministerio, que Sonriza llevaba en el teléfono, y cogieron lo más caro que pudieron. ¡Se lo habían ganado!
Les dieron una pequeña cabaña circular, bonita, coqueta y recogida. Tenía su chimenea, una guitarra, útiles de pintura, una tele enorme y una cocinita. Había una única cama, enorme, y tanto Sonriza como Jafar hicieron como que no se daban cuenta del detalle.
Pasearon, oyeron música, Sonriza tocó la guitarra y cantó, y resultó que lo hacía muy bien y con mucho sentimiento, y a Jafar le encantó y le emocionó. Y pintó alguna cosilla, y bromearon y se mancharon de pintura y se rieron como nunca.
Jafar demostró su habilidad para encender un cálido fuego, y cocinó unos macarrones con un amor infinito y algo de tomate, y le contó sus películas favoritas. Y el día pasó entre risas, cariño, pequeños placeres y tres mojitos.
Casualidades de la vida, había una colina desde la que se veía Madrid. Subieron por la noche, a ver las estrellas y el perfil de la ciudad, que por la magia del momento se veía desde los Pirineos franceses como si la tuvieran a sus pies. Y hablaron y hablaron. Se contaron penas, alegrías, aventuras, amores, desamores. Se rieron, y lloraron, y se cantaron al oído y se contaron lo que les pasaba por la cabeza.
Bajo la estela de una estrella fugaz, se besaron una vez (adivina quién besó a quién), y luego fue una lluvia de besos, un enjambre de caricias, una playa de jadeos.
Volvieron, caminando de la mano, a la enorme cama que ambos habían visto nada más entrar.
(Continuará)