Un día, antes de echar el cuento a andar del todo, amaneció un día soleado. Jafar y Sonriza seguían preparando un proyecto de cabaña con placas solares, solarium, espacio para pintar y escuchar música, y una buena tele plana cerca de la chimenea que llenaría de calor y humo aquella estancia.
Pero a media tarde, el cielo comenzó a cerrarse de onerosas nubes grises que presagiaban tormenta. Un rayo rasgó el cielo, con su trueno rápido y retumbante, y luego otro. El castillo estaba cargado de electricidad, y los papeles comenzaron a caer de las mesas.
Y a la vez que la tormenta, afloraron los problemas del mundo real como torrente impetuoso, imparable, irrefragable, y pasaron por encima de Jafar y Sonriza, que quedaron en el suelo, envueltos en una pesada, opaca bruma de tristeza.
Cuando se disolvió esa bruma, quedó un pesar flotando en el ambiente. Sabor a lágrimas saladas, a arrepentimiento, a dolor. Jafar y Sonriza no se dirigían la palabra, no cruzaban las miradas y esa maldición de cielo gris se había infiltrado por todos los recovecos del palacio, por todas las fibras del corazón. Era la vida, la realidad, tratando de acabar con los sueños, con la fantasía.
En aquellos momentos, el cuento se cristalizó; se quedó suspendido en el aire, inerme, derrotado, estático. Cualquier golpe, cualquier movimiento en falso podía quebrarlo, y todo se perdería como lágrimas en la lluvia.
Jafar buscó (y encontró) una baraja de cartas en su mochila, sacó la reina de corazones y el Jóker y, mientras se los daba a Sonriza, trató de sonreír y decirle, muy bajito: