Entonces ocurrió lo que pasa en todos los cuentos: el monstruo. Dicen que cuando la desgracia te alcanza, ningún hombre o mujer pueden evitarla. Y en nuestro cuento, cuando ves la luz al final del túnel, va y se derrumba el techo. Que, por cierto, es lo que pasa en todos los cuentos.
Un día llegaron los Heraldos Negros. En el Lago de Hondara, uno de los lugares del reino originario de Sonriza, había aparecido un terrible monstruo que amenazaba con devorarlo todo. Nadie sabía lo que era, nadie sabía como acabar con él, y las Crónicas del Reino no habían reflejado jamás tamaña desgracia. Algo había que hacer, o aquello sería el fin. De hecho, era el principio del fin.
Había que hacer algo presto, rápido. Sonriza, tras leer el negro comunicado escrito en papel negro y tinta aún más negra, acudió a su caballero de brillante armadura, al Caballero Incógnito. Ella iba a luchar, pero necesitaba todas las espadas, todos los caballos, todas las fuerzas que pudiera reunir. Le iba la vida en ello. Pero el caballero estaba de caza en los bosques del reino, y nadie respondió a su llamada.
Envió un emisario a comunicar las malas nuevas, pero su nudo en el estómago le avisaba de que algo no iba bien, de que su llamada sería en vano. Espero y esperó, y volvió el emisario que, tras entregar el mensaje, sólo traía el silencio por respuesta. Lo mismo ocurrió con el segundo emisario, con el tercero. El tiempo se acababa.
Así que Sonriza se dio cuenta de que su caballero de brillante armadura era, en realidad, el hombre de hojalata al que no le habían puesto corazón. Sonriza tomó sus pertrechos, y con los ánimos del Consejo de Sabios, gente ducha en las ciencias pero inexperta con la espada, tomó el largo camino de baldosas amarillas, de vuelta a casa, a pelear sola con el monstruo.
¿Ganará, no ganará, quieres saber lo que pasó? ¿Qué obtiene este juglar a cambio?