Este pasado fin de semana he estado en Milán. No se está a disgusto en Italia; el norte del país es un lugar bastante más civilizado que España, y además todavía tenía un toque latino que era agradable y permitía deambular por allí con mucha comodidad.
Milán no está mal, pero para mí sólo tiene el castillo de los Sforza, el Duomo y la calle de las tiendas. Al lado del Duomo estaba «la Rinascente», una especie de Corte Inglés con tiendas de lujo. En la 7ª planta había una tienda de delicatessen y unos restaurantes y bares de lujo, cuyas terrazas daban frente a la catedral, una vista impresionante si no fuera por el bochornoso calor que hizo en aquellos días.
Pero lo que esta vez me abrió las carnes fue la tienda de delicatessen. 25 tipos de sales, sal volcánica de Hawai por 40 euros, botellas de agua de 25, 70 y hasta 150 euros. Botes de tomate de 3 euros y pastillas de regaliz de 5 euros. Los fabricantes han sacado nuevos productos, con la etiqueta de artesanales o elitistas, que los cobran a precio de oro y cuya calidad no difiere mucho de lo que se encuentra habitualmente. Como ahora todo el mundo tiene acceso a casi todo, hay una necesidad por parte del ego de los más pudientes de seguir diferenciándose de la plebe. Las empresas, ojo avizor a donde hay un duro a ganar y un pardillo con el duro, no han tardado en sacar miles de productos «delicados»: conservas de productos ecológicos o tradicionales, licores, aceites, vinos y aguas de diferentes lugares, cien mil tonterías a precio de oro para satisfacer necesidades inexistentes. Productos que no justifican el precio con su calidad.
Para alguien que ha hecho su propio aceite, cultivado su propia fruta y verduras, criado a sus propios animales, estos sitios son verdaderas aberraciones, verdaderos disparates que demuestran cuánto hemos perdido la perspectiva, cuánto nos han hecho alejarnos de la vida y entrar en un juego descabellado en el que siempre llevamos la de perder.
Para quien ha cogido un melocotón del árbol y, sentado en el borde de una acequia, ha pelado para su hijo un melocotón maduro, dulcérrimo, mientras él juega con cáscaras de nuez, arañas y hormigas, todas estas delicatesen me parecen un quiero y no puedo para gente que desconoce muchas cosas de la vida.