No sé si las señales existen, pero hace tiempo que hago caso omiso de ellas (no sé cómo conjugar en presente el verbo preterir). He pasado unos días preocupado por aspectos nimios de mi carrera que acechaban. Todo ha quedado en una mera anécdota (por ahora, pero por un clavo se perdió una herradura…
Sigo de vacaciones, cortas, insulsas. Nada me aleja de nada, nada me aleja de mí. Quisiera algo que me alejase de ti, pero ahora mismo no sé dónde estás, no sé dónde estoy, ni siquiera sé quién eres, si tú eres tú. Creo que la urgencia de la supervivencia ha hipotecado todos los procesos emocionales, me lleva la corriente por las tierras de los bantúes, o de una tribu belicosa que me mira violenta y desafiante, presta a atacarme. Y yo sólo quiero pasar lo más entero posible, que pase el tiempo, dos años, y que todo acabe. Aunque ya nada garantiza nada. La supervivencia implica una carrera de armamento que te lleva muy, muy lejos del origen. Extraños compañeros de cama, cruzando puentes de la mano de una banda de diablos, compromisos de conquista y de defensa que perduran en el tiempo, en la memoria.
Vacío, inerme, embrutecido por esta guerra que nunca cesa, nada sin ti, ningún objetivo, ninguna meta, ninguna esperanza.