A estas alturas el cuerpo me está pasando factura, hasta el punto de preocuparme o asustarme. Entramos en las reglas por encima de la 40, y esto es muy mala señal. Todo lo copa, lo capitaliza, lo canibaliza la urgencia, que todo lo puede y lo requiere.
He soltado muchas amarras, demasiadas; amarras sordas, invisibles, que no han hecho ruido pero lo han dejado todo carcomido por dentro. No tengo ganas de hacer deporte, de salir, de ver amigos o conocidos, de perseguir mujeres de belleza y lealtad incomparables, de ir a los conciertos de los amigos, de escribir en mi blog, de pelear el siguiente asalto. Los daños en los sistemas internos son, pues, considerables. Sólo me apetece limpiar mi cabeza y mi alma, dejar todas, absolutamente todas las preocupaciones en la cuneta, verte desnuda en la cama y llorar.
Pensando en cogerme unas vacaciones en un monasterio, acogerme a sagrado, huir del todo. Porque, de cualquier otra manera, cuando vuelves sigue la misma rutina, la misma trinchera, las mismas caras y los mismos problemas, que nunca se extinguen ni decrecen.