Lo que el hábito lame

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Todo esto me aburre. Tal vez, de tanto caminar, nunca me he parado a mirar dónde había llegado, mucho menos a dónde quería llegar. Supongo que tendrá la culpa la televisión, o esa infancia mal curada que arrastro crónicamente. En todas las series, en todas las películas jamás nos aburren con los pasajes aburridos, con lo que pasa entre dos eventos interesantes. La elipsis lo llaman los entendidos. Y uno acaba queriendo que su vida sea intensa, su amor intenso, su casa intensa. Hasta deseamos una muerte intensa, cuando llegue. Nada de cosas vulgares que le pasan a personas vulgares.

Uno no deja de acabar prisionero, o aprisionado, no sé cuál es la palabra más apropiada, por todo lo que ha acumulado en esta vida. No dejamos de acarrear objetos, recuerdos, sentimientos, prejuicios, dolores y pesadillas. Las arrastramos bajo el sol, bajo la nieve, en buenos y malos momentos. Fruto de nuestras decisiones, nos vamos amueblando esta cárcel, cada día más insulsa, más vulgar.

Por eso quiero huir. No a dónde, sino de dónde. Aunque para ello necesite violar todas las reglas, sagradas por otro lado, que me han llevado hasta aquí. Harto difícil, imposible de justificar. No obstante, para eso debería desprenderme de todo ese equipaje, todos esos recuerdos, todo ese nido de costumbres perfectamente amueblado, la cárcel perfecta.

Y, al final, después de evaluar tanto pros como contras, no encuentro a nadie que me justifique esa huida, esa salvación, esa nueva vida que me haría añorar lo que ahora tengo. También, reconozcámoslo, estoy saturado de dosis de realidad, de ráfagas de egoísmo, harto de pesadillas y de trasgos, de indeseables. Tengo mi particular Siria en los recovecos del alma, del cerebro, del corazón. No puedo ya con tantos muertos, heridos y ruinas dentro de mí. Necesitaba tu luz y tu risa, pero me hundí con mi equipaje en las arenas movedizas. Harto de la costumbre, de la rutina, del hábito. Necesito sol, sanar heridas, perder la cabeza y los pantalones.