Voracidad de las instituciones

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Mi pueblo que es que sea pródigo en mansiones y casas solariegas. Por lo poco que sé, cada vez menos porque mi historia no se adapta a los cánones actuales de «Historia a medida de su autonomía e interés político», mi puto y puñetero pueblo tuvo su importancia en la Edad Media, y poca desde el descubrimiento de América, cuando el oro fluía como el vino.

Aún así, hay cuatro o seis caserones, más o menos antiguos, pero de porte más o menos serio que valen la pena, al menos para el ojo estrábico que no ve sino lo que quiere ver.

Pues todas esas casas están cayendo en manos municipales o autonómicas. Y muchas de ellas eran casas particulares antes.

Ahora el ayuntamiento se dedica a comprarlas con dinero público y a rehabilitarlas, con dinero público. Y hace tiempo que me di cuenta de que lo público no es de todos sino de cuatro, como la vida.

Así que prefiero que sean de alguien, que tengan un dueño a quien envidie o compadezca, al que alabe o denueste, antes que sea de cuatro políticos sinvergüenzas que, con mi dinero y en nombre del pueblo, cumplen a rajatabla el adagio absolutista de «todo para el pueblo pero sin el pueblo».

Aquel que con su dinero se la juega y le sale bien o mal, que con su pan se lo coma. Pero lo de tirar con pólvora del Rey cada vez me gusta menos, lo odio más. Y mi pueblo es el ejemplo más preclaro en toda la Hispania Citerior.