Siempre me caso de quejarme, pero en este blog suelo escribir sobre mí, en cierto modo es mi diario, ininterrumpido desde 2004, intermitente desde 1997 cuando empecé un primer blog cuando éstos ni siquiera existían. En realidad lo llamé diario.
Ahora estoy harto de intensidad, de emociones. Leyendo «El imperio romano» de Asimov, y preparando toda una serie de lecturas para hacer pie, demasiado cabreado, demasiadas cosas en mi cabeza para intentar desentrañar el nudo de todo esta mala película de serie B.
Sin saber lo que necesito, algo o alguien ha derribado mi castillo de naipes, y ahora sólo quiero escaparme y dormir en algún lugar donde no recuerde a nada ni a nadie. Despertarme con alguien que no me hunda en el pasado. Los recuerdos son ese autobús erizado de espinas que recorre mi cerebro con una pasmosa, dolorosa frecuencia. Y por más que intento echarte de menos ya no puedo. Me sale el «ya fue», no veo más que las lívidas cicatrices de todas las heridas que surcan mi corazón, cada vez más anestesiado, cada vez menos sensible, cada vez más vacío, más falto de esperanza, más desesperado. Más acostumbrado, embrutecido por esta guerra sórdida, impúdica, casi lasciva, donde las balas buscan con crueldad cualquier tipo de inocencia. Han conseguido que tú ya no seas tú, que ya no exista nada que justifique no apagar el despertador. Tanto más fácil ignorar las señales.
Ya no valgo demasiado la pena, no sé qué queda en mí de todo el torrente desbordado que había, que hubo. Perdona por no estar a tu altura. No es que no te vea: es que no es mi mejor momento. Dame tiempo para buscar el mapa de tu corazón.