Malditos domingos

en

Ahora que me ha abandonado la tristeza
y se ha mudado a un paisaje más alegre que el que le puedo ofrecer,
creo que puedo contaros lo poco que he aprendido
en este viaje que me lleva, por lo visto, a ninguna parte.
Sigo mirando por las ventanillas con la esperanza de verte,
que no se quita nunca, ya lo sabes,
aunque sé que no estás,
sé a ciencia cierta que tus cartas se perdieron
como la nota en la estación de Casablanca.

Así que una de las cosas que he aprendido
es a rendirme por dentro.
A enmascarar esta huida hacia delante
como una sucesión de triunfos
que esconden unos sueños polvorientos y abandonados. Vicarios, advenedizos, usurpadores.
Que te echo de menos aunque me empeñe en negarlo,
que por dentro me arrepiento de cada paso que he dado.

También he aprendido a dormir por las noches
sin mirar a la cara a los fantasmas
de los amigos que quedaron por el camino.

Quizá he aprendido que no es tan malo rendirse.
En cierto modo, todos lo hacemos todos los días
en mayor o menor medida.
Pero a veces tu ausencia pesa más de lo debido,
o seré yo que no me he curado de los sueños de la infancia
y busco, todavía, a Peter Pan para que me lleve de la mano.

He aprendido poco, lo reconozco,
y reconozco que debo vivir con lo aprendido.
Pero en noches como esta tengo fuego en los ojos, en el alma,
y mis manos se siente vacías
si no acarician tu pelo
si no tocan tus hombros
si no recorren tu espalda.

Por eso me falta aprender, en cierto modo,
a no echarte de menos,
a quererme más.
A rendirme del todo y para todo,
a no esperar más que rutina, tristeza y pequeñas cosas que el viento arrastra.

Pero aún sigo sin aceptar esta derrota,
sigo sin dejarte del todo.
Sigo sujetando el cable que me separa del olvido
con la esperanza de que un día llames, o te llame,
y nos perdamos en la noche para siempre.