Hoy salía a las 8 de la tarde, tras finalizar mi última clase de este año.
Caminando en la penumbra, por el campus casi desierto, escuchando a Luis Ramiro mientras caminaba en el frío húmedo de Valencia hacia el coche, canción y media, deseando que el camino fuera todavía más largo, añorando mi nuevo viejo abrigo que me permitiera seguir con él mil canciones más y cruzar Siberia y Alaska, tan fríos como tu corazón.
Y me sentía bien. Estaba feliz conmigo mismo. Me apetecía ser libre, independiente. Saber que al otro día no tendría que dar cuentas a nadie. Caminando en la noche, «preparabas la casa a escondidas, llegaba cansado pero había fiesta de gritos y bailes, la pena no había llegado» y luego hay risas y conciertos y mañanas en bici y desayunos y periódicos. Y me ocupo de mí y alguien se ocupa de mí y no queda lastre, no hay pasado del que tirar, que arrastrar. Me cuelgo de tu risa y de tus caderas y me olvido de mí.
He tardado mucho tiempo, demasiado, en estar contento conmigo mismo. En creer en mí. Mas, cuando lo hice, me di cuenta de que era tarde, irremediable, irremisiblemente tarde. Ya no había tiempo, todo estaba hipotecado y el usurpador que construí para vivir mientras me encontraba dominaba ya mi vida.
Ya no queda tiempo para escapar, ya no puedo huir a Neverland, y Andrés me recordó que debía salir de ahí, que de nuevo erré, creí que tu falda era tu blusa; que tu corazón, mi casa.