Hay días en los que uno se siente más derrotado que otros. O más rendido. A veces me siento «fuera del combate», knockout. En esos momentos en que, después de la retahíla de hostias, el corazón sigue con ciertas ganas, aunque pocas, y la cabeza te dice: «Hasta aquí. Todo lo que sigamos es perdido».
Hoy es un día de ésos. Un día en los que sientes en el fondo de tu alma que todo está perdido, que no hay manera de salvarse, de salvar a nadie. Que nada vale la pena, ni pelear ni rendirse. Y es la peor situación, porque mientras el corazón tira parece que la esperanza ayuda a mantenerte. Pero, en estos momentos en que nada sirve, en que las dudas pasan a ser certezas de que nada cambiará nunca a mejor, de que nada cambiará nunca, cuesta buscar fuerzas, ya no digo ni encontrarlas, para seguir caminando.
Aunque a lo mejor la solución es caminar sin esperanza, hasta que, de repente, todo se arregle. Pero no; es esa sensación de que esta guerra está perdida, de que no hay esperanza, de que las botellas lanzadas con los S.O.S. cayeron en manos equivocadas, en corazones equivocados que no respondieron a la llamada de socorro.
Si la esperanza llama a mi puerta igual no le abro.