4 de noviembre de 1997

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En algún momento de este diario, cuando 1997 achaba a andar dije que iba a ser mi año. El tiempo pasó y, sinceramente, perdí toda esperanza. Quizá sea verdad que la hora más negra sea justo la de antes de amanecer, pero a primeros de septiembre todo se iba al garete, sobre todo en mi interior. Tenía ya escrita mi carta de rendición y sólo faltaba estampar la firma. El plazo se había cumplido.

El 11 de septiembre todo empezó a cambiar,tan rápidamente que ni yo mismo me lo creí. Incluso en las tinieblas que preludian el amancecer yo dudaba. Ahora uso gafas de sol. Tuve razón: 1997 es mi año.

Eso no significa nada. Es más: significa mucho. Sí, una contradicción semántica, que no lógica. Significa que me han prolongado el crédito, que la vida me da dos palmaditas en la espalda y me dice: «Vale, muchacho. No lo has hecho bien del todo, pero tampoco demasiado mal. En relidad no creía que alguien tan mediocre como tú llegara hasta aquí. Pero hace más el que quiere que el que puede. Te lo has ganado, pero no te lo creas. La próxima vez que nos veamos no será tan fácil»

O sea, que esto sólo ha mejorado para poder ir peor. Pero al menos hemos subido un poco más alto, hemos tomado aquella colina aunque son muchas y más altas las que desde aquí se columbran. Tenemos algo de tiempo, algo de experiencia y alguna herida. No hay que olvidarlo, no hay que olvidar nunca. uando percibas los aplausos del triunfo no olvides las risas que causaron tus caídas. No queda tiempo, vamos a empezar a prepararnos para la próxima embestida, que será peor.

Aunque ahora tenemos alguna ventaja. Ya conocemos el sabor amargo de la derrota y no nos gusta, aunque sabemos vivir con él si hace falta. La vida se va a arrpentir de habernos perdonado una vez. Se lo vamos a poner difícil la siguiente. «La próxima vez, no pienso fallar. Encontraré al hombre con seis dedos y le diré: Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.»