13 de marzo de 1997

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Cierto es que no esperaba estar aquí tan tarde. Pero así ha sido y ya no hay nada que hacer. De nuevo vuelvo a este púlpito que yo me he construido para gritarle al mundo. Ya no me queda otro consuelo. Esperaba, y al decir esperaba me obligo a reconocer que albergaba en lo más recóndito de mi ser alguna esperanza, esperaba como decía dar aquí alguna noticia buena, esperaba que el infierno se desatase sobre mi cabeza para llevarme a un lugar mejor, una especie de purgatorio. Subestimé mi mala estrella.

Ya no podía sufrir el corazón porque no sufre lo que está muerto, ya no podía perder la esperanza porque nada pierde aquel que nada ya le queda. Aún así, la vida apunta y dispara con macabra puntería y de nuevo un estremecimiento de lo poco, lo nada que queda, un sentimiento de que la oscuridad es infinita, que no hay estrellas en mis noches ni soles en mis auroras, que el camino sigue tan duro como el primer día, que la tregua no existe, que la justicia no existe, que la vida es dolor, que la vida duele en todas y cada una de sus esquinas.

Poco queda ya, dice uno desde la trinchera donde se guarece mientras carga doce balas en sus revólveres con la firme resolución de darle por el saco a esta grandísima hija de puta que es la vida. Me sacarás de aquí con los pies por delante, por tus muertos. Sólo queda eso, plantarle cara a la vida con el poco valor y toda la resolución que nos queda, teniendo la certeza de que lo hacemos bien, lo mejor que podemos, y que algún día, en alguna parte, algo saldrá bien.

Mientras tanto, caminaremos en tinieblas soñando con estrellas.