Ayer estuve visitando con mis alumnos el nuevo hospital de La Fe. Aparte de lo impresionante del edificio y las instalaciones y la buena voluntad de los que trabajan allí y la mala baba de los políticos, siempre que salgo de mi pequeño mundo, de mi pueblo, y me voy a esos grandes sitios, me entra a la vez una gran tristeza y una extraña satisfacción o miedo.
Tristeza por ver lo veo, experimentar lo que experimento, y no poder compartirlo con los seres que amo y aprecio, con todos. Tristeza porque sus ojos no puedan ver lo que veo, y porque no pueden sentir lo que siento. Soy un privilegiado con mi trabajo: hago lo que me gusta, ahora, al cabo de 15 años, me empiezan a pagar muy bien, y hago y veo cosas que poca gente puede hacer o ver. Me duele no poder compartirlas, no poder extender ese privilegio a aquellos a los que amo. Esta es mi gran tristeza.
Y mi satisfacción y miedo, a partes iguales, es cuando me doy cuenta de dónde he llegado. De dónde salí y dónde estoy. De la enorme suerte que he tenido en la vida, porque nada me ha sido fácil. Hasta me animo cuando veo que, a pesar de todos los errores, derrotas y heridas, aún no he perdido ni un gramo de resolución y decisión para enfrentarme a la vida; es más: cada día tengo más hambre de pelear. Aunque no os lo creáis, cada vez que me levanto en la noche (que son demasiadas, por desgracia, porque mis fantasmas no me dejan dormir) y noto la calefacción encendida, la casa caliente y mis hijos durmiendo felices, me sorprendo y maravillo y doy gracias. Para alguien que ha conocido estufas de leña, chimeneas y bolsas de agua caliente en la cama, poder darle calefacción a sus hijos, haber llegado ahí partiendo de la nada, es una satisfacción enorme.
Estoy orgulloso de haber conseguido la calefacción, qué vida más extraña la mía. Pero los recuerdos pesan, pesan, pesan. Demasiado peso en la mochila.