El sábado murió mi tío Enrique. Ayer lo enterraron (o lo enterramos). No puedo decir que se murió como del rayo, como dijo Miguel Hernández, porque arrastraba su calvario ya un año y, como él mismo dijo: «No sabes lo que cuesta morirse».
Desde niño lo recuerdo como el capitán Tan de los chiripitifláuticos, creo que por las gafas de pasta. Pero me encantaba, porque era una persona que transmitía ilusión y fuerza, y animaba a todos a conseguir lo que se proponía, de mente abierta. Ir a su casa, de niño, era un premio con el que de vez en cuando nos recompensaban: los juguetes de mis primos, la terraza con la tortuga y los miles de cactus, aquel mundo maravilloso y ordenado.
Ahora él se ha ido, muy mayor, el penúltimo de 6 hermanos y de un tiempo pasado. Pero quedan sus hijos, Quique, Luci y Noé, que son como él, gracias a él, y de los cuales estoy muy orgulloso que sean mis primos, porque continúan su labor y, en cierto modo, él siempre estará en ellos.