Ayer estuve toda la mañana en el Oceanographic de Valencia, viendo peces y delfines y demás ingredientes de latas de atún. No me gustó demasiado, quizá porque soy de interior, no śe nadar y como pescado a la fuerza; aunque tampoco me gustó esos ideales, esos pseudo-principios que se encargaban de transmitir con ese amor sobre todas las cosas a naturaleza, que «hombre blanco tener memoria de pez» y toda esa ecología «pret-a-porter» tan impuesta en estos tiempos.
Y no es sólo ahí: la hora del planeta, criticada por el ¿controvertido? físico Antonio Ruiz de Elvira, toda la ecología políticamente correcta transmitida por los gobiernos, asociaciones, imbuida en colegios y universidades de boquilla, creyendo a pie juntillas en ella como la fe fanática de la Edad Media, del integrismo. Con la ecología de las energéticas, como la bondad innata de los bancos…
Yo pienso que cualquiera que pretenda hablar de ecología debía vivir en el campo o en la naturaleza un buen periodo de tiempo; conocerla no a fondo, porque para ello se necesita una vida y ni aún así, pero sí saborear el amargo dulce para poder hablar con propiedad. Pero es mucho más fácil tomarse esas ecología prefabricadas que encontramos en expositores a la puerta del Corte Inglés y llevarla por bandera en la vida, con esos pequeños gestos que nos hacen sentir orgullosos y acallan nuestra conciencia mientras no renunciamos a nada y nos sentamos en la poltrona a ver la página de WWF desde nuestro portátil o desde el iPhone.
Y es que perder el espíritu crítico, perder la capacidad de analizar y tomar decisiones, no poner en tela de juicio todos nuestros principios y nuestros prejuicios pasa factura. Y ellos lo tiene claro. Los lobos.
Esos tiburones, esos lobos que quieren convertirnos en corderos, tomando ideales y esparciéndolos entre la gente, manipulándolos para obtener la impunidad que necesita su avaricia. Nos convierten en corderos para devorar el mundo, para devorarnos a nosotros si en algún momento lo necesitan. Nos venden la Utopía de Tomás Moro, sabiendo de su falsedad, de sus capacidades narcóticas, de las propiedades terapéuticas. Sin piedad, con el único principio del egoísmo y la avaricia desmedida. Incluso los políticos, subnormales egoístas sin capacidad de análisis, sucumben como reyes desnudos a esos lobos que dominan el mundo.
Sin nada que ver en la forma, pero el mismo problema en el fondo, habla Reverte esta semana en su columna.