Este mes de agosto asistí a una boda, y la noche fue embebiendo en mí la absoluta, la pasmosa y terrorífica certeza de que en esta puñetera vida mía me equivoqué. He fracasado, me he equivocado de la peor forma. En toda mi vida, todo aquello que he tocado, por allí por donde he pasado, todo se ha agostado, se ha convertido en estatuas de sal, como la esposa de Lot. No sé dónde estoy, no estoy donde quiero, no sé a dónde voy y ni siquiera a dónde voy a ir. Sólo quiero huir, esconderme, ser cobarde hasta la médula y embriagarme de soledad, de melancolía, de tristeza. Este comienzo, sin saber si la depresión postvacacional existe y es culpable de algo, como decía este comienzo me ha desarbolado de nuevo otra vez. En aquella boda vislumbré otra vida, otra gente y otro mundo, otro entorno que añoraba sin haberlo conocido. Soy consciente, siempre soy consciente de que nadie está contento con lo que tiene, nadie está contento con el lugar en el que está. Aborrezco a las personas que son felices, conformes con todo aquello que la vida les otorga o la fortuna les niega. Que lo aceptan todo.
Será que les tengo envidia.