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Muchas veces, creo que incluso demasiadas, reniego de la vida que me ha tocado vivir. Añoro, si de alguna manera se puede añorar lo que nunca se ha tenido, lo que jamás se tendrá, añoro las otras cien vidas que en algún momento deseé o deseo y que ya no tengo posibildad de vivir.
Soy consciente de que, posteriormente, todas esas vidas se diluyen, como todo aquello que el hábito lame hasta convertirlo en acostumbrado, anodino, grisáceo; que renegaré de ellas porque todavía no me acostumbro a la miseria de Ítaca, a su paupérrimo aspecto y desharrapada silueta recortada cada amanecer como un gigante desdentado. Considero que he vivido muchas vidas, he comido pan de muchos hornos ya. No es algo meritorio, ya que se obtiene simplemente con la dudosa habilidad de permanecer suficiente tiempo sobre la faz de este ajado planeta. He vivido muchas vidas; me aferro a la experiencia cuando relato la vida en la trinchera, la vida en el otro lado, la vida en la cresta de ola… A veces uno se cansa de la vida que lleva porque simplemente somos ya viejos, demasiado conocidos para nosotros mismos. Porque uno necesita empezar otra vez y recobrar algo de la ilusión perdida, ilusoria. O conservar la esperanza de poder hacerlo en algún tiempo, en algún lugar. Porque uno se cansa, a veces hasta lo más recóndito del alma, y no hay forma de encontrar el camino de regreso a casa.