Hola. Llevo días son escribir aquí. Son fiestas en Segorbe, unas fiestas amargas. No he salido, ni tengo muchas ganas de fiesta ni de escribir ni de nada. Y es que el domingo 5 de septiembre, a las 9 y 25, murió mi madre. Llevábamos dos meses ininterrumpidos en el hospital (La minifé de Sagunto, un hospital pésimo y desagradable). Entramos con fiebre, y tras un mes de incertidumbre y desinformación, y varias discusiones con los médicos, luego nos diagnosticaron leucemia aguda. Nos pusieron en tratamiento, pero la fiebre no se fue, empeoró y la última semana nos desahuciaron. Y pese a tratar de robarnos la esperanza, peleé. Pedí favores, abusé de amigos (gracias, Agustín y Manuel, gracias, gente de la universidad), peregriné de hospital en hospital por Valencia y Barcelona, e incluso el viernes 3 estuve un amabilísimo jefe de hematología tratando de posponer lo inevitable. Pero no pudo ser, y tras 10 días terribles falleció.
No es justo. Tenía 64 años e iba a empezar a vivir un poco, con dos nietos en camino que no conocerá. Pero la vida es injusta, Alteza, y quien quiera que diga lo contrario pretende engañaros.
Yo, por mi parte, hice más de lo que podía. Yo, que siempre me precio de vender caro cada metro de terreno, peleé aun sabiendo que todo estaba perdido, como mandan los cánones; según el protocolo, aprendido en la vida, de que la única forma de alguna vez llegar a algún sitio es no dejar de pelear nunca, nunca ceder un palmo ante el enemigo aunque no quede esperanza alguna. Tirando de oficio, de rabia, de lo que haga falta, porque es la única forma de algo salga bien alguna vez.
Me queda la conciencia tranquila, una rabia inefable que domeñaré para seguir peleando, y una tristeza destilada, reposada, que duele poco cuando lo cotidiano ocurre pero ella ya no está ni estará.
Gracias, amigos. Adiós, mamá.