Han llegado esta mañana, casi sin avisar. Un mazazo terrible en el cráneo, que ha bajado por toda la columna y me ha dejado «estaqueado», como dijo Cortázar. Debí haber atendido a los presagios, esos heraldos negros que llevaban volando en círculos desde que la aurora de rosáceos dedos trepó por la pared de mi habitación hasta colarse bajo mis párpados, o debí haber atendido ese nudo permanente en el estómago, haciendo ulular sirenas atronantes entre sanguinolentas luces rojas que urgen, urgen, urgen.
Sigue esa sensación de soledad inenarrable, como si hoy fuera el último hombre vivo del mundo. Ver la nieve de Boston y querer decirte que podíamos irnos a vivir a un sitio donde siempre hubiera nieve, otro de mis sueños inconfesables, pero ya el miedo había tomado las murallas y patrullaba los adarves, y no te lo dije. Temía que no te gustara que viviera en este mundo, pero no dejara de soñar todas las vidas de Schrödinger o, al menos, poder ver una película con alguien que apreciara la belleza de ese preciso momento, que no se derramara por el tiempo circundante y emponzoñara la herida. Era, tan sólo, el momento.
Así que hoy, como siempre, las palabras que deseo decirte salen a la tormenta a ayudarme en el grito, sin importarle la luz del día, a escapar del miedo inexplicable, a aprender las rutas que los pájaros dibujan en los espejos, a retomar los rincones abandonados y preñados de hojarasca y recuerdos, a secar la lágrima fácil y ese pálpito de orfandad que lleva jugando conmigo desde que ya no estás.
He encendido un fuego, he taponado la brecha de mi muralla, he cosido las mil heridas luminosas para que deje de correr el viento en mi maltrecho cuerpo. Todo se ha ido viniendo abajo, con un silencioso suspiro como el que hace el mundo cuando se derrumba. Hoy advierto demasiados errores, demasiadas rendiciones silenciosas, precios desorbitados en el mercado de mis valores, y una sensación de estar desintonizado, cogiendo lejanas emisoras en el ruido del universo.
Ninguno teníamos razón.