Prometí que no escribiría más poemas de amor.
Me lo prometí a mí mismo.
No a ella, obviamente.
Me prometí escribir poemas alegres
sobre abejorros, trenes o paisajes;
no usar palabras como corazón, risa, amor,
olvidarme de su risa para construir un verso
o guardar el aroma de su pelo.
Así que este poema
supongo que describe un autobús rojo
que se pierde un espacio afín al alejarse.
O un nido de abejorros
en el tronco de un algarrobo.
Son poemas de no amor,
una oda a las máquinas,
al mundo,
a lo consuetudinario.
¿Por qué los poetas no se inspiran en lo cotidiano?
Ya lo hizo así Gabriel Celaya.
No.
He prometido no escribir sobre ella.
No escribir que me falta en los días de lluvia.
No decirle que el mundo es inhóspito
cuando lo vacía su ausencia.
No decir
que el tintineo de su risa,
que el mecerse de sus caderas
detiene el tráfico en la Gran Vía.
No acusarla
de enamorar a la humanidad,
de detener las guerras,
de suturar heridas con besos
y de abrir abismos con lágrimas.
No pienso decirle que la quiero,
que la espero,
que la necesito.
No pienso esconder en los poemas
a ese bobo enamorado,
a ese corazón solitario
al que le atraen los corazones rotos.r
No quiero escribir más poemas de amor.
Quiero escribir poemas sobre castillos, mochilas, bufandas...
Pero, querido Pessoa,
todos los poemas ridículos
necesitan ser poemas de amor.