Hay días, o momentos, en que la vida me puede. Ya dijo Porthos que se iba, con demasiado peso en la mochila. Y así es: es inevitable llenarse, con los años, de heridas, cicatrices y moratones.
La calle. La viva floresta de Cortázar, repleta de rostros, recuerdos, historias sin escribir y sin terminar, pocos triunfos y miles de derrotas asaltando los baluartes de la cordura. Marcas de tiempo que te confunden y que te obligan a no pensar.
Ayer vi un documental de Pepe Mújica, antiguo presidente de Uruguay. La sabiduría de lo sencillo al servicio de los demás. Le preguntaron sobre sus malos recuerdos, pero dijo que los olvidaba. Olvidar para vivir, porque hay heridas que no terminan de sanar nunca, de doler nunca. Y hay accidentes sin explicación, explicaciones que no nos gustan, y que es mejor olvidar y seguir.
La vida duele. A veces tanto que sólo queda anestesiarse, o no intentar desentrañar esa vida llena de filosas y sangrantes aristas que laceran la mortal carne con impúdica sevicia, crueldad de los dioses menores y diablos mayores que habitan entre los confiados mortales.
Hay quienes necesitan esa urdimbre social, ese reconocimiento para sustentarse y continuar, para pensar que es alguien, que los sentimientos nos salvarán. Yo hoy no lo sé. En esos días en que todo duele, sólo busco esconderme en mi cálida trinchera y pensar que todo va a ir bien. Que el mundo tiene razón y yo estoy equivocado. Pese a las veces que la vida se ha sentado a mi lado, después de darme la cuchillada, y susurrarme: «Te lo dije».
¡Me queda tanto por aprender! Estoy mayor y cansado, como mantequilla demasiado extendida sobre la tostada, y creo que debo rendir algunos pabellones y dejarme llevar por la derrota. No es plan de seguir en la lucha interior con tanta dedicación.
Quizá la respuesta estuvo siempre ahí. Os lo cuento a la próxima.