Asisto estos días a una gran lección de vida. Yo, que me jacto a menudo de haber comido pan de muchos hornos, de tener la mirada de los mil metros y de haber andado sobre la cola de un tigre. Yo que me creo superior a los demás. Así, sin comas.
Me siento como un perro de la guerra. Alguien embrutecido que se limita a sobrevivir, porque el dolor o el miedo o el cansancio ha hecho que me haya desgajado del mundo, que haya tomado el camino fácil de la perdición. Me siento como mantequilla demasiado extendida sobre la tostada. Un personaje de «El señor de los anillos» para vivir aventuras inenarrables, envuelto en algo que se le va de las manos, que es más grande que él.
Porque ella es más grande que él. Porque eres más grande que yo, y me sentí tan pequeño que me arrastró la tormenta.
Y en mi noche más oscura, cuando le había disparado en el centro del corazón y luego me había dejado caer, ebrio de dolor, hacia el fondo del abismo de la vida para que me devoraran los peces abisales, ella se ató una cuerda a la cintura y, herida de muerte, saltó al vacío y me cogió de la mano. Tiró de mí para salvarme. De mí, de un asesino que había aceptado morir.
Soy un asesino porque soy un cobarde. Porque es más fácil morder que besar, destruir que construir. Porque no supe amar sin medida, sin filtros, porque no pude apartar el miedo para besarla todos los días. Me rendí ante la vida, por mucho que me crea que soy un luchador. Cogí el camino fácil: sobrevivir es fácil, porque estamos programados genéticamente para hacerlo.
Ella cogió el camino difícil. El camino del perdón, el camino del amor infinito. Ella fue Orfeo y yo, Eurídice. Pero ella no miró hacia atrás para salvarme. Ella me ha dado la lección de que vivir es mucho más que levantarse todos los días para sostener el mundo sobre tus hombros. Vivir es sostener a quien amas, pese a él mismo.
Ahora, todo depende de mí, de que haya aprendido la lección, de que sea valiente, de que viva. De que mis palabras dejen de serlo y sean verdades, lágrimas, besos y amor.