A veces me da por pensar quién soy. O quizá qué soy. Ni siquiera tengo clara la pregunta.
Estamos en el presente. Tengo claro que soy la consecuencia de una cadena de circunstancias, decisiones, situaciones y, por qué no, de casualidades. Tras todo ese camino recorrido, he llegado hasta aquí, no sin coste. Y entonces entra el pasado: estoy aquí porque recorrí un camino que me trajo.
¿Qué soy ahora? ¿Un fraude? ¿Un fantasma de todo lo que fui? ¿Una cáscara vacía que apenas guarda recuerdos y actitudes que han perdido todo el sentido, un autómata que repite los errores del pasado porque ya no queda nada?
¿Soy algo, algo que valga la pena? ¿Aprendí de mi pasado o me vacié en él, y ahora sólo quedan migajas, restos arqueológicos de todo lo que fui, sombra de un pasado?
Soy todo dudas cuando me pongo a pensar.
No me gusta mi pasado. Cometí muchos errores, y quiero suponer que aprendí algo de ellos. Llegué a odiar mi vida, aunque en este presente un poco menos. Ya no sé si es fisiológico, patológico o psicológico, pero he dejado de pensar en ese pasado. Podría decir que lo he olvidado, aunque no lo creo. Simplemente lo enterré, lo encerré en mazmorras y habitaciones de mi perdida mansión y trato de no volver. Eso implica que he perdido mucho, que he dejado de usarlo, no sé si para que no duela o para no tener vergüenza. Quizá por eso soy más pobre, tengo menos sitios, menos recuerdos. Soy algo más simple y vacío, más pequeño.
Y ¿qué soy? ¿Soy el mismo que era? ¿Amo igual, pienso igual, siento igual, trabajo igual? ¿Soy el mismo que era antes, sincero, leal y honrado, o soy una marioneta, un fraude que se alimenta de procesos grabados en mis circunvoluciones, no soy nadie salvo una mano muerta hace tiempo que me sigue manejando?
¿Valgo la pena?
Así que mi pasado me atormenta y extiende sus largos dedos, mejor sus afiladas garras hasta el presente, y de vez en cuando sale y me da un zarpazo. Y me pregunto si hice bien en apartarlo de mí, en apartar ese dolor y también, por qué no, la belleza y el amor que hubo en mí. Cuando lo hice, cuando decidí olvidarlo, lo hice para sobrevivir, o eso creí yo. No sé si eso me hizo dejar de vivir. Supongo que sí, por un tiempo. Dejé de vivir y me dediqué a dejarme llevar, a seguir el manual para hundimientos generalizados, aunque nunca dejé de soñar que un día, ella llegaría, fuese quien fuese.
Y ahora, cuando el futuro se abre como un magnolio ante mí, y vuelvo a ser el que era, me pregunto quién soy, qué soy. Si el que era murió, o gastó sus balas entonces en disparos a los fantasmas, y ahora sólo quedan las sombras chinescas de aquel payaso del pasado.
O si soy yo. Si soy el de verdad, el que era, el que nunca se fue y simplemente durmió para esperarte a que llegaras, que todo el amor onanista, vertido en tierra yerma para quien no lo merecía, estaba destinado a llevarme hasta aquí, hasta ti. Si mi pasado da sentido a mi presente, o lo ha hipotecado para el resto de mis días.
¿Soy verdadero, valgo la pena?
Me enfrento al futuro con esta pregunta. Y me enfrento porque, por primera vez en mucho tiempo, me importa el futuro. Cuando me había resignado a seguir el manual y ver la vida pasar, me encuentro con la mano en el timón y otra encrucijada. Y esta vez me importa el futuro. Porque sé que, si elijo mal, voy a arrepentirme toda mi no-vida. Si elijo bien, me enfrentaré a la vida.
Pero necesito saber qué soy para poder enfrentarme a ese futuro y decirle a los ojos: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.»