Coinciden los expertos
en que el amor es un tren de cercanías
con más vagones que estaciones,
túneles, apeaderos
y señales de vía muerta.
Estos amores, como los trenes,
van repletos de personas y equipajes,
con horarios ajustados
y andenes vacíos;
miles de caras apretadas
en la ventanilla
contra el cristal,
mientras la vida pasa rápida,
desdibujada:
sólo el traqueteo y el vaivén
que apenas si acaricia el corazón anestesiado.
Amores de cercanías
para tiempos de no tocarnos,
de distancia de seguridad.
No obstante,
algunos expertos aseguran
que hay amores de larga distancia
sin prisa y con coches camas,
viejos vagones desvencijados,
cargados de historia e historias,
de recuerdos amargos
y caricias lentas,
pausadas,
besos con lengua
y abrazos solitarios;
con ventanas con cortinas
donde el mundo se despliega lento,
perezoso;
y la noche es una boca oscura
que devora las retinas.
De esos amores
que no quieres que acaben nunca,
escritos en viejo papel y vieja tinta.
También hay amores AVE,
no sé si porque corren o porque vuelan,
en estos tiempos de prisa,
café en vasos de papel
y apresurados b(v)e(r)sos en Instagram.
Frío, aséptico, funcional, con enchufes,
como quien se ama según el manual, las costumbres
o el TikTok de un reloj.
Aunque, puestos a elegir,
me siento a tu lado en la estación,
y decimos adiós a esos trenes
mientras nos cogemos de la mano.