Casi me atropella una noche en la Latina,
conduciendo su viejo Kia
como una loca por Madrid.
Bajó la ventanilla,
me pidió perdón
y me pegó la bronca:
"cómo puede un puto gilipollas
cruzar por aquí".
Yo dudé entre gritarle o besarla
y me senté en su capó pidiendo que me llevara,
que me sacara de allí.
Le saqué una sonrisa
y una invitación a subir
a un asiento repleto de pañuelos y esperanza.
Recorrimos calles y avenidas,
bebimos poco,
bailamos mucho,
y terminamos viendo Madrid desde los cielos,
abrazados, rodando por la hierba.
Quise invitarla a mi cama,
pero siempre hago lo correcto.
Ella, a cambio,
me contó historias alegres
y me dejó en la boca del metro
mientras corría de nuevo
camino al infinito.
Sin teléfono ni whatsapp,
vuelvo a tenderme en La Latina
por si vuelve y me atropella.
Nunca se sabe,
la esperanza y la sonrisa
es lo último que ella pierde.
Debí gritarle, debí besarla.
Ahora sólo me queda versarla.