(esta entrada debe leerse en conjunto con «Del amor 2023» y «De los errores 2023»)
Tengo una edad. Tengo una edad y tanta guerra a mis espaldas que todo duele, hoy más que nunca.
Tengo una vida que tiene, exactamente, mi edad. Y no la llevo bien. Nada bien.
Desde fuera tengo una vida envidiable: trabajo, familia, amigos, vida social. Desde fuera no debo quejarme. Pero lo hago.
Odio mi vida. La odio plena y profundamente, hasta un extremo en el que todo duele. Duele en todos los planos, en todas las facetas. Odio tanto mi vida perfecta que me quita la vida, y nadie lo ve.
He llegado a esta vida cabalgando a lomos de tantos errores, de tanto dolor, que tiene sabor a tierra en la boca. Tengo una vida que diseñé mal: cómoda, cosmética, canónica, sin riesgos. Sin sueños.
Sin un puto sueño. Por cobardía mía; sólo por mi pura y peor cobardía a ser yo, a buscar mi sueño, a perseguir otros soles y otras lunas, a encontrarla a ella y a mostrarle a mi corazón. Siempre creí que no existía (que no existías), que debía renunciar a ser feliz, que no era para mí. Que los pobres de espíritu y de bolsillo no podemos aspirar a las vidas de película, a los sueños que los cuentos nos cuentan. Que eso era garantía de fracaso: mejor apostar a lo seguro, acabar en esa vida triste de nuestros padres y pasar por este puto mundo sin dolor.
Dolor. Construir esa vida supuso dolor. Vivirla lo supone todos los días que me levanto y no estás a mi lado en una cama mientras el sol entra por la ventana. La vida me duele todos los días de mi vida. Todos. Un dolor lacerante que oculto con demasiado acierto. Un secreto a voces que sigue sin saberse.
Mi vida pesa. La mochila, cargada, me hunde todos los días y me ahoga. Me recuerda que ser valiente tiene su precio: más fácil ser cobarde, hundirse y ahogarse, cerrar los dientes y resistir el dolor de no ser feliz, de no haber muerto persiguiendo tus sueños. Mejor morir en silencio, sonriendo y siendo el buen chico que, un día, agarra su fusil y dispara a la multitud.
Llevo toda mi vida odiando mi vida. Llevo toda mi vida odiándome por vivirla. Llevo toda mi vida siendo cobarde, deseando ser valiente. Arrastro un dolor inenarrable por el mundo, millones de dudas, de deseos, de sueños.
Huyo de mi vida, de manera anónima. Me embarco en aventuras equinocciales tratando de crear vías de escape, pistas de aterrizaje en el páramo, refugios en la espesura, escondites en la gran ciudad, con la esperanza innominada de que, un día, un accidente me mate o me separe de la manada y me pierda, y la vida me obligue a empezar solo, lejos, sin peso. Hasta ahí llega mi cobardía, mi desconocido dolor insoportable.
Odio mi vida; por eso la he puesto patas arriba. He cargado las últimas balas en mi revolver y he salido al mundo, he construido un último refugio en la tormenta con la esperanza de crear una cabeza de playa, un lugar seguro desde el que salir para el último viaje, un rincón al que llamemos casa. Estoy pagando el precio de no querer ser cobarde, no quiero quedarme en esta vida usada para siempre.
Duele. La vida cuesta. Pago el precio. Callo y peleo porque sé dónde quiero llegar, construyo el camino que me saca de aquí y me lleva a ti. Pero no es fácil. No lo he hecho nunca. Cometo errores.
Yo, que siempre dudé pero nunca cedí, tengo la certidumbre de que es mi último tren, de que esta vez no quiero arrepentirme de ser cobarde. Dejo un rastro invisible, desconocido, ignoto, delicado, de sangre, de heridas profundas que me desangran y me atormentan, pero no dejo de caminar. No importa la sangre, no importa el dolor, no importa el precio: importa que hoy veo una salida y debo alcanzarla.
Estoy desenfocado, saltando de una vida en marcha, atendiendo lo urgente como un tren desbocado, disparando a todo lo que se mueve. La vida, que tanto me ha dado y me ha quitado, trata de soltarse las riendas.
He mirado a mi alrededor. No puedo perder el control de mi vida, no puedo perderte. No puedo perder la vida, porque es el último camino que me lleva a ti.