¿De qué te sirve vivir en Nueva York si no puedes ver llover en Central Park?

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Hace tiempo, ya no sé ni cuánto, dos o tres años quizás, tampoco recuerdo dónde, estaba en un bosque y comencé, en medio del silencio, a oír un ruido extraño, un crepitar en las hojas secas a mi alrededor. Uno aquí, otro allí, luego otro, a mi alrededor, chasquidos en medio de un silencio de paz y tranquilidad.

Mi cerebro tardó poco en analizarlo y, en cierta manera, recordar qué era: estaba comenzando a llover; el agua chasqueaba las hojas muertas al caer. No sé si lo habéis experimentado alguna vez. Estar en el campo, en el bosque, en otoño, de alguna manera en silencio, trabajando, caminando suave, buscando alguna seta o algún animal, en la gris penumbra que antecede a una tormenta, y empezar a sonar el bosque a tu alrededor con las primeras gotas graves de la lluvia.

Nací en una familia de agricultores en una zona agrícola, hace ya demasiados años. Soy un desertor del arado. Me hice físico para poder huir. Por ello, tengo las circunvoluciones del cerebro marcadas con demasiados estímulos que se han quedado fuera del tiempo y del lugar. He visto cosas que vosotros no creeríais. Y oír llover en el campo o en el bosque era una de ésas. Cuando estabas trabajando, o cazando; cuando tu mente estaba centrada en otra actividad, habitualmente poco placentera y obligatoria, y la naturaleza te mostraba su vida íntima, de alguna manera en comunión con ella.

Y todos estos recuerdos me los trajo una película tonta americana, donde comenzaba a granizar en Central Park y arrancó esta remembranza infantil. Esta maravillosa lluvia o nieve que nos presentan las películas en el cine o en la tele, que nos hacen ansiar visitar Nueva York o Venecia, soñar con vivir en Madrid o en Buenos Aires.

Pero luego llega la vida, la real, la de verdad, la que no sale en las películas. Y acabas viviendo en un barrio de mala muerte en Nueva York, con una fachada de ladrillos como única vista que resuena cuando pasa el metro, donde Central Park es una hora de metro y varios dólares, donde la inmensa ciudad te revuelve en su tremendo estómago y hace que te dé igual vivir en Nueva York, Madrid o Segorbe. Al final, todo se reduce a una cueva que satisfaga tus necesidades vitales, tu pirámide de Maslow.

¿De qué sirve vivir en Nueva York si no puedes ver la lluvia en Central Park desde mi ventana, si no puedo vertocar tu cuerpo en la penumbra de mi habitación?

Celtas Cortos, Lluvia en Soledad