Siempre suelo escribir sobre mí. A veces hasta yo mismo me aburro.
Quizá antes, cuando era más joven y soñador y, en cierta manera, inocente, me ponía quijotesco y me enfrentaba a este mundo inicuo y mal afeitado. Ahora, tras muchos molinos y bálsamos de Fierabrás, e incluso ínsulas de Barataria, tan sólo quiero conversas.
Por eso estos párrafos cortos, como misiles antitanque que te lanzo para derrotar tu coraza, telegramas vitales, botellas con mensajes. Las frases que te diría en la terraza de un café o en la soledad de Madrid.
Un poco peliculero, la verdad. Después de ver tantas series americanas donde todos son héroes o villanos, de sentencias lapidarias y un bagaje filosófico apabullante, con citas sesudas y atinadas para la ocasión, mi vida insulsa y proletaria, vicaria y advenediza, plagada de escenas descartadas de películas de Almodóvar o de Esteso o Pajares me resulta chabacana y vulgar.
Mi casa no es como la de las películas, ni lo es mi vida ni mi familia. La mayor parte de mi metraje vital está descartado por falta de interés para el público, incluido este humilde servidor.
Tampoco sé lo que busco. Quizá lo primero sería estar en paz conmigo mismo, y empezar a construirme de nuevo. A reconstruirme, a revelar el yo que ha crecido, ha madurado y ahora es prisionero del pasado.
Pero, como Porthos, llevo demasiado peso en la mochila.