Harto de los restaurantes pijos

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El domingo fui a comer a un restaurante superpijo de mi pueblo. Hay muy pocos, pero a este tío se le ha subido a la cabeza y ha pasado de llevar un salón de bodas a montar un restaurante y, no me explico cómo, a venderse como un buen restaurante. Que, a estas alturas, yo ya tengo mis serias dudas sobre el concepto de un buen restaurante y sobre comer bien. Por cierto, la comida que hacen está buena y supongo que es buena. Y el vino no era caro.

De lo que me quejo es de la pájara generalizada que les ha entrado a los restaurantes con un infinito quiero y no puedo que se han concentrado en platos casi vacíos, de nombre y elaboración arcana y rimbombante, de infinitos diminutivos en habitas, patatitas y ajetes. En cartas de vino que parecen álbumes de boda, y una tontería y exquisitez supina que debieran causar vergüenza ajena a esos reyes desnudos a los que aplauden un pueblo bobalicón sólo por lo del qué dirán.

Y es que estoy hartos de restaurantes superpijos sin personalidad, con platos que a mí ya me suenan todos igual, independientemente del restaurante al que vaya. Mismos perros con distintos collares, la cocina creativa en una aberración innombrable de métodos para rizar el rizo y vender una carta que no aporta nada más que extravagancias aplaudidas por los necios.

Estoy harto de no salir de un restaurante diciendo: «he comido a gusto, he disfrutado comiendo». Estoy harto de hacer simpre lo mismo, con una ordalía representada sin ton ni son en los cien mil restaurantes de San Luis sin más motivos que justificar una carta y un rango que intentan vender a toda costa.

No nos engañemos: venden cualquier cosa precocinada y congelada. Cualquiera, lo más peregrino y complejo que podéis imaginar .Os lo dice alguien que ha tenido un bar y al que le han ofrecido «de todo» para hacer cocina, desde humildes lentejas a elaboradísimos redondos de ternera.  El 90% de los platos y de los ingredientes que nos sirven grandes restaurantes son basura con el adecuado aditamento y parafernalia.

Humilde. Ésa es la palabra. Ya no hay cocina humilde, ya no vende. Recuerdo a un amigo que me dijo que había probado unas alcachofas asadas en un restaurante de postín, con un poco de aceite y estaban exquisitas. Cuando yo era pequeño hacía esas alcachofas, cultivadas por mí, en la ceniza de la chimenea. Han tenido que pasar 35 años, el mundo avanzar mucho y morir mucha gente y gastar más dinero para que los restaurantes puedan volver a vender esas humildes alcachofas que comíamos los pobres.

Ya no me apetece hurgar más en la herida, porque si empiezo con los ingredientes os aseguro que comemos mierda. Pero bueno. Que no como a gusto con tanto pijerío y tan poco fundamento. Pero es que yo además tengo delito.

Forges y el sentido común
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