Caminar por Madrid siempre te lleva a descubrir rincones en lo que, de repente, te encuentras contigo mismo; con el tú de hace 20 años, con todo por escribir.
Quizá es un buen momento para advertirle de los errores que ahora nos roban la paz y los bolsillos, de gritarle ¡Salta al vacío!, de decirle, de decirte que si dejas de perseguir tus sueños, ellos te perseguirán a ti toda la vida. De advertirle que esa mujer no es la buena, que al final todo es apacentarse de viento y cargar la mochila con peso inútil, que las puestas de sol no reconfortan si no son con ella, que nunca creerás ser feliz, aunque lo seas…
Pero te miras y no te dices nada. No le dices nada. Porque si le avisaras, dejarás de ser tú, dejarás de sentir todo lo que te ha llevado hasta Ítaca, todo lo que te ha hecho el hombre que ahora eres, con tus pesadillas, tu melancolía y tu optimista pesimismo.
Serías otro. Quizá mejor, más feliz, más listo. Quizá más aburrido.
Pero no serías tú.
Y ella, reconócelo, no estaría con ninguno de los dos.