Lo quiera o no, el sábado acaba una etapa de mi vida, y empieza otra, una transición suave hasta no sé dónde, porque la vida no empieza ni acaba del todo salvo un par de veces, y me da en la nariz que me aguardan ciertas sorpresas.
En estos 4 años de alcalde de un pueblo/ciudad de tamaño respetable (a mi juicio) me ha dado tiempo a conocer mucha gente. Y, supongo que como en la vida real, pues he obtenido unos cuantos buenos amigos y amigas nuevos, dos o tres personas de esas que si me dicen que salte por la ventana, salto sin pensar porque me lo dicen ellas, una buena masa de gente normal y una colección de hijos de puta de variado tamaño y condición, pero que, ahora, 4 años más viejo y menos burro, no salvaría aunque fuésemos los dos últimos seres humanos sobre la Tierra. Es una cuestión de supervivencia, nada personal.
Porque estoy aprendiendo una cosa. En realidad, lo leí hace tiempo en «El gen egoísta», y es que etológica, social y matemáticamente, la estrategia óptima en un mundo de paloma y halcones, o de personas e hijos de puta, es ser bueno con los buenos y malo con los malos. Una versión algo más refinada del refrán local «Si no eres malo, eres tonto».
Así que cierta dosis alta de disgustos, decepciones e inspección interna me está llevando a la lección de que, muy a lo Rajoy (lagarto, lagarto), hay que hacer lo que hay que hacer. Y lo correcto, en muchas ocasiones, no es lo más ético ni lo más justo, pero si tú no lo haces, te lo harán a ti y palmarás. Que, en cierto modo, es lo que me ha pasado.
Está permitido, en tiempo de peligro, andar con el diablo hasta haber atravesado el puente. Así que es muy importante ponerse líneas rojas y todo eso, pero aprender a tener la conciencia tranquila cuando te las debes saltar, o morir sabiendo que la persona por la que mueres vale la pena.
Personas de las que, por cierto, he encontrado alguna en estos 4 años.
Voy a por tabaco y vuelvo, cariño.