Hubo un tiempo en que soñé con rendirme. Hubo un tiempo en que esperé que viniera un alien divino y me salvara. Hubo un tiempo en que pensé que todo acabaría.
Ahora, perdida toda esperanza, con el alma en los huesos y la vida en números rojos, intento hacer acopio de fuerzas para llegar a mañana todos los días. Me resigno a pelear sin cesar hasta mi muerte, y me hago un torniquete en el alma para que no se me escapen los últimos sueños rotos, con la fútil quimera de que algún día, en algún lugar, algo irá bien.
Soy fruto de mis errores, de mis vicios, de mis defectos. Nada de lo que me ha traído hasta aquí tiene sabor a hamburguesa y cocacola, siempre esa sensación de haber llegado hasta aquí por caminos errados, que alguien me va a pedir el carnet y me van a echar de esta fiesta.
No me explico cómo sigo luchando. No entiendo ni por asomo cómo soporto el dolor infinito, el que siento y el que causo. No me reconozco en el espejo, y los perros ya ni me ladran cuando piso las aceras de esta triste ciudad.
Soy fruto de mis errores. Nunca víctima, quizá sí verdugo, pero nadie debe llorar quien por su mano muera, mucho menos quien mata.
¿Y si, por una vez en la vida, algo fuera fácil?
Me he refugiado en la sala de embarque de Diego Ojeda, perdón por los aviones que nunca despegan. Y peleo todos los días. Me levanto en medio de la oscuridad y salgo a que me partan la cara, con fuerzas o sin ellas, valiente o cobarde. Me caigo, me levanto, me vengo abajo con el equipo, tapo los agujeros que me desangran y sigo luchando. Se me ha ido la vida entre los dedos, entre las costuras de un corazón destrozado, de una razón que partió hacia Nunca Jamás, soy un espectro del mal entre los hombres y las mujeres que no ven en mí más que un triste sosias, un fatuo remedo de lo que nunca fui.
Totalmente roto, sin lanzar un SOS, confiando en que las fuerzas me aguanten un poco más, aunque sólo sea para llegar al fin del día y caminar lentamente hacia ti, sabiendo que no hay nada como la muerte en tus brazos.