A veces te llega un fogonazo, disparado por cualquier detalle inadvertido, un pequeño suceso, una imagen banal e intrascendente. Y lo digo desde aquí, último día en Bruselas, donde cada rincón, edificio, terraza…es un escaparate del dolor, un puñetazo en el alma, una burla continua del destino.
No sé explicar por qué, pero había esperanza hasta hace unos días. Había un depósito de combustible que me mantenía en el aire, una certeza de que iba a acabar donde quería. Y de repente, se apagan las luces y se encienden las alarmas. En la oscuridad, luces rojas y el miedo en el cuerpo, la sensación de caer. El destino funesto, la esperanza desaparecida, la boca seca y la sensación, de nuevo, de irrealidad y urgencia a partes iguales, con la parte racional sin llegar a admitirlo y la parte reptiliana afilando las garras y tensando los músculos: otra vez.
Así que un pequeño detalle, un café en la mano de un técnico de sonido en una ciudad gris, fría, que invita a quedarse en casa abrazado a ti, de nuevo me hace rebuscar en el cajón de los sueños perdidos y desear el norte contigo, esperar esa rendición siempre postergada, esperar una sonrisa y una locura, esa manera que tienes de mirar y ver el mundo, la continua sorpresa y los detalles que hacen que la vida cobre sentido por las cosas pequeñas.
Se cayeron mis alas y yo no me rendí. Nunca lo hice, y no pienso hacerlo ahora. Pero sigues faltándome tú sobre la cama.