Recuerdo la primera vez que me tumbaste en la lona. Incluso le dediqué una entrada a esa sensación inefable del mundo, que da vueltas, y la realidad se escapa de las tres dimensiones al país de Nunca Jamás, a la tierra de Oz: nunca olvidaré, por otro lado, la primera y única vez que mi mejor amigo me dio un puñetazo en la cara, como en las películas.
He vuelto a Bruselas, y las calles, las esquinas, los bares de cervezas y mojitos, la iglesia donde nunca nos casamos, aquel restaurante donde no te di ningún anillo, las terrazas bajo la lluvia; uno tras otro, han lanzado sus golpes al estómago, sin piedad alguna han castigado mi hígado y mi barbilla, y han estado toda la tarde dándome los golpes esos que la vida nos reserva para los momentos en los que estamos en el suelo.
Y yo con ganas de llorar, y sin poder hacerlo porque no estaba contigo, sino con un catedrático de economía que no entendía que estoy arruinado los días que no te veo, y para eso no sirve ni la economía ni las cátedras.
Y entonces llego al hotel y ya puedo llorar, pero la vida te vuelve a disparar, y tú tiras la mesa al suelo, te parapetas, sacas el Colt (de acción simple) y disparas mientras el humo de la pólvora hace llorar tus ojos. Aunque ya estabas llorando antes de que esto empezara.