Me retan, de manera injusta, injustificada e injustificable, a escribir sobre mí, sin metáforas. A mí, tímido por naturaleza, con cuatro reglas aprendidas para desenvolverse en este mundo y saltar las vallas de las convenciones sociales, lector empedernido y poeta en diferido, amigo del diccionario y psicópata encubierto.
Creo que nadie debería hablar sobre sí mismo. Es inevitable tener una visión demasiado elevada de uno mismo, aunque la escondamos tras una pátina de falsa modestia que a nadie convence. Creo que la mejor definición de un mismo la deben dar los demás, puesto que lo que somos, lo que realmente perciben de nosotros, es lo que nos define. De nada sirve la imagen que tenga yo de mí, si el espejo siempre me devuelve al mismo ser gris, deforme, contrahecho.
Hay una parte de mí que todo el mundo puede conocer. Una parte pública, demasiado pública a veces, que se puede encontrar en este propio blog, o incluso en alguna página de la Wikipedia, dudoso honor. Así que lo que soy el fácil, y hago un resumen para los más perezosos: varón de 55 años, hijo de labradores y de menguada tierra, mayor de 6 hermanos, desertor del arado, doctor en físicas, padre de dos hijos, campanero, profesor de universidad y algunos cargos más que parecen importantes pero que, en realidad, poco importan. Quizá el resto lo pueden buscar por internet. Google dice más de mí de lo que incluso a mí me gustaría.
Quizá más importante sería tratar de contar cómo soy. Por diversos azares de la vida, tengo tanta gente que me odia como aquellos que me aman. Si le preguntáis a los que me odian, os dirán que soy soberbio, incapaz, irascible y un cabrón con pintas, y que el negocio del siglo sería comprarme por lo que valgo y venderme por lo que creo que valgo. Y supongo que algo de razón tienen. Quizá los que me amen digan que soy inteligente, ingenioso, cabezón, buena persona, alegre y divertido y dispuesto a todo siempre: me cuesta decir que no. Quizá no acierten en todo, pero gracias.
Yo me definiría como alguien a quien el pasado, sobre todo la infancia, le pasa factura todos los días de su vida. En principio creo que era inteligente y sensible, soñador impenitente, aunque nací en el momento y lugar equivocado. Así que como el niño yuntero, acabé creando armaduras emocionales para que nadie viera esa parte de mí, y tomé lecciones para morir matando. Tuve la desgracia de que mi padre me enseñó a trabajar, y me inculcó una filosofía y unos valores totalmente erróneos e inservibles en estos tiempos y en este mundo, válidos sólo para la gestión de catástrofes, y aun así, de nuevo tengo mis dudas. Soy perezoso, romántico, era inteligente y pude haber sido una leyenda, una epopeya si hubiéramos sido varios. Me gusta leer, la poesía y soñar, soñar, soñar. Pero no se puede ser así en una familia pobre de solemnidad en los 70 en la España más retrógrada, así que soy la mayor fuente de contradicciones que uno se pueda echar a la cara. Falto de empatía, de afecto y de sentimientos, una gran parte de lo que soy es aprendido para poder vivir en sociedad. Y cuando no estoy atento, cuando no me esfuerzo en ser normal, sale el psicópata al que le enseñaron que el mundo es malo, que todos están contra ti, que no puedes confiar en nadie, que no debes abrir tu corazón, que debes ser el más trabajador del mundo y tener buena reputación en ese coro de fariseos que era la sociedad en mi infancia. Sale ese jorobado contrahecho de tanto reprimir lo que una vez había, puro e inmaculado, dentro de mí. He hecho cosas, he visto cosas que vosotros no creeríais; he trabajado como el que más, he triunfado y fracasado a partes iguales, y he caminado del cielo al infierno tantas veces que me cuesta saber dónde estoy. Capaz de lo más sublime y lo más rastrero, no encuentro ni siquiera motivos a veces para saber qué estoy haciendo. Mi única obsesión: que mis hijos sean felices y no vivan lo que he vivido.
Como veis, no tengo buen concepto de mí.
Aunque quizá sería más importante lo que quería ser. Y digo lo que quería porque ahora, triste, viejo y cansado, me faltan a veces las fuerzas y dudo demasiado de mí mismo.
Quizá se parezca demasiado a la canción de Sabina «El pirata cojo», pero me hubiera gustado vivir en una cuidad extranjera, civilizada y tranquila, donde las personas pueden ser lo que ellos quieran. Ser un científico feliz con su trabajo, que escribe libros y poemas, asiste a conciertos, pasea por las calles, visita museos y conoce personas magnéticas de buena conversación. Alguien que vive con su alma gemela, con esa mujer (que existe y sé exactamente dónde está) que llena de paz las mañanas, la cama y la vida. Que la miras y das las gracias todos los días por tenerla a tu lado, y porque ella te conceda el favor y el sacrificio de permanecer con alguien tan imperfecto como tú. Poder compartir puestas de sol, películas, poemas, calles escondidas… Creo que, básicamente, quería ser feliz.
No sé si esto me define. Probablemente, si puedo reducir mi biografía a estos pocos párrafos, con perfil psicológico incluido, es que algo no funciona demasiado bien en mí. O no soy nada ni nadie que valga la pena, alguien sin sombra y sin espejo que vaga por los rincones de la vida como un NPC (non playable character, que no se me permiten las metáforas y se pueden confundir), un muñeco de esos de relleno en los videojuegos que pasan sin pena ni gloria.
Saludos desde el otro lado.