A veces no sé qué escribir. Como hoy. Como demasiados días. Quizá porque todo esto ha perdido el sentido, este blog, a veces incluso esta vida, que veía como una guerra, como la visión del niño yuntero, y cada vez tengo más dudas de si tengo razón, de si no es el momento de dejarse mecer por las olas, de buscar la paz.
Hay tanto, tanto detrás de esas palabras anteriores, que comienzo a asustarme, y he estado un par de minutos con la mano en la barbilla, al más puro estilo Pensador de Rodin, sin saber qué hacer ni que decir.
Creo que he malgastado mi vida. No a los ojos canónicos: de hecho lo hice todo siguiendo ese manual. Desde pequeño, me enseñaron a ver la vida como una guerra, y así lo interioricé. Yo no sé si son reminiscencias de los «40 años de paz» y esa educación católica, apostólica y romana que sólo sirve para mantener a las personas sojuzgadas. Debí haber sido valiente.
Porque en aquellos momentos yo soñaba con esa gran renuncia, que ahora está tan de moda entre los jóvenes. Si sigues las normas, vives una vida cortada con el patrón de siempre. Que no sé a quién interesa, pero me he dado cuenta de que, a mí, no.
Y es curioso, porque pienso que es el bagaje que me ha dado este recorrido, este irremediable camino hacia Ítaca, el que me hace valorar lo que no tengo y añorarlo como si fuese un paraíso perdido. Sé, con una certeza pasmosa, que no hubiera vivido lo que he vivido, si hubiera tomado mula, hembra y arreo y hubiera partido en pos de mi quimera, me gustaría haber probado otras mieles, otros amaneceres, otra paz.
Paz. Paz es la palabra. Me he pasado mi vida construyendo algo que me diera seguridad, probablemente confundiéndolo con la paz. Puede que la paz fuera poesía, música, tiempo que malgastar caminando hacia una fuente, puestas de sol o acostarse todos los días sin una cabeza azotada por monstruos pavorosos y sierpes esmeraldas de afilados colmillos.
Pero vivo en esta paz vicaria, sin terminar de encontrarle sentido a mi vida, a mis luchas, a ese amor que no sé si entiendo, no sé si se entiende. A esa desesperación, a esas heridas invisibles, a esos agujeros en los muros de mis palacios de invierno, a esos disparos que atraviesan el corazón y el alma, y la cabeza trata en vano de taponar, y se nos va la vida. Se nos iba la vida. No existirían si viviera en una humilde cabaña, rendido a tus pies y al tintineo de tu risa.
Pero nunca nada es lo que parece ser, nunca nada sale como nos gustaría. Bueno, sale como estaba planeado, pero te das cuenta de que nada es fácil, y de nadie está donde realmente quería estar, lo que lo convierte todo en pura contradicción, móvil perpetuo vital. Así que, como un toro triste, gracias a Cortázar, vuelves a embestir al capote, vuelves a coger tus armas y a seguir peleando canónico, como se espera, como siempre has hecho, mientras entre las lágrimas de tu corazón asoman rayos de sol de los sueños que se te escapan continuamente, desde que tu mundo es tu mundo. Dejar de ser yo, tratar de ser lo que los demás esperan, o creo que esperan. Morir un poco más cada día. Llevo 55 años haciéndolo.
Te echo de menos. Te echo de menos a ti y a tu paz, la que traerías en mi vida contigo. Ahora que te encuentro. Llegar tan lejos, como Íñigo Montoya, para morir así.