Siempre hay días malos. A veces vienen peores. A veces, algunos menos malos. Hoy es un día malo otra vez.
Días de esos en los que, cuando empiezas a ver la luz al final de túnel, se derrumba el techo. Días en los que todo empieza a venirse abajo como un castillo de naipes, y te sientes impotente, aguantando el mundo con la punta de tu bayoneta. Días en que pierdes la fe, la esperanza y hasta la caridad. Días en que no puedes con el dolor propio, y mucho menos con el ajeno. Días en los que la tristeza, la pena, la añoranza vence la batalla, y se pasea orgullosa por tu campamento, enarbolando banderas y picas con las cabezas de tu maltrecho ejército.
Días de pena. De puta pena.
Así que haces lo único que puedes hacer. Pagar tu culpa como mejor sabes, agachar la cabeza y desfilar, derrotado, hasta el siguiente amanecer. Y al siguiente amanecer empuñar tus armas y volver a luchar por cada palmo de sueño perdido, por cada centímetro de tu corazón (sí, el tuyo, tú que me lees desde el otro lado, más herida, rota y vencida si cabe que yo).
Porque he aprendido. Porque soy más sabio, más duro y con una cicatriz enorme que nunca cerrará. Porque he embotado mi filo para no cortarte cuando te dé un beso. Porque me he prometido restaurar todas y la última de las flores de tus arriates, y a plantar muchas nuevas, con color de atardecer, con paz en tus párpados, con abrazos y caricias, con sangre de perdón y piel de esperanza.
Habrá algún día que olvidaré estos días malos, y sé que será a tu lado.