Nos cruzó la vida
en uno de esos vericuetos del destino,
en el que tú fingiste conocerme,
y yo
no vi en ti ninguna desconocida.
Aquel día
jugamos a contarnos cicatrices,
y empezamos a aburrirnos
de cuentas tan largas
que parecían no tener fin.
Aquella noche,
pues éste fue un día que tuvo noche,
me enseñaste el cuaderno
que recogía tus historias y,
más tarde,
cuando el día perdía su dulce nombre,
te dormiste a mi lado.
Pasó el tiempo.
Leí tu cuadernos.
Escuché tus historias.
Te vi reír y llorar,
cantar y gemir,
mirar al sol y aullar a la luna.
Quedé prendado de tu alma,
prendido de tu boca,
intrigado por saber
cómo podías soportar
tanta guerra a tus espaldas.