Abrí este blog para escribir sobre mí, sobre lo que había en mi interior: monstruos, tormentas, esperanzas, sueños… Una especie de escaparate catárquico donde evidenciar a esas debilidades, someterlas a un implacable, ciego sol, la sed y la fatiga. Y debilitarlas, porque es díficil acabar con ellas, sobre todo si piensas.
Pero esta vez no puede ser así. Parece que queda mejor ser normal, sensible, y hablar sobre sas cosas bonitas, profundas y trascendentales, que concitan tantos apoyos, me gustan, respaldos y comprensión de tantos buenos samaritanos. Por cierto, no los quiero. No quiero comentarios, me gusta, reconocimiento. Tengo mi castillo en perfecto estado de revista para resistir el invierno nuclear.
Se me ha ocurrido hablar sobre esas personas que, irremediablemente aparecen en nuestras vidas. Estoy viendo Saltburn, la película de moda en estos momentos, y he comensado a pensar sobre ese tipo de personas de las que te enamoras al primer vistazo. Tú y medio mundo. Personas de esas que son el centro de atención en cualquier momento, de esas con las que quieres pasar el resto de tu vida, de tu tiempo, con las que saltarías de un avión, correrías desnudo por la playa o te irías a Cartagena de Indias. Tan magnéticas y hechizantes que quisieras quedarte en su vida para siempre, ser parte de esa de ese mundo onírico, inigualable, idealizado. Son personas con carisma.
Para aquellos que hemos salido del arroyo, y alcanzado ciertas cotas confortables de miseria, miramos con envidia ese éxito, ese estado extático, de gracia, ese aura que rodea a estas personas y todo lo que tocan.
Quizá buscamos su reconociiento, esa palmada en la espalda de los líderes a sus súbditos, esa mirada condescendiente del cacique a los acólitos, el apretón de manos del mando a la abnegada piel del tambor en el que redobla la grandeza de los tipos como Abascal. Es lo que le pasa a los pobres, de bolsillo y de espíritu.
Todos creemos que tenemos en la vida lo que nos hemos ganado. Y que los demás, por contra, han tenido más sierte o han sido más listons, válidos o inteligentes que nosotros. Y no tenemos razón. Somos producto de nuestro esfuerzo, pero también del esfuerzo de los demás, familiares y amigos, y del azar. No somos sino enanos a hombros de gigantes y, em promedio, tenemos lo que nos merecemos. Aunque nos fijamos, indefectible e inevitablemente, en los puntos en los extremos de la distribución, las «rara avis» que encadilan, horrorizan o quizá ambas cosas.
Sé demasiado de la vida, he andado muchos caminos, comido pan de muchos hornos y fracasado tantas veces como triunfado. Tengo un refugio inexpugnable donde resistir el último asalto o suicidarme, si se da la ocasión. Pero no dejo de mirar con envidia a esas personas magnéticas, querer respirar su aire, introducirme en su aura, embeberme en su vida y dejar esta vida insulsa, proletaria, menestral. Personas que enamoran cuando tu vida se cruza en su estela.