Estoy viendo en estos momentos una de mis películas favoritas. De esas que te pones cuando necesitas algo de esperanza en vena. Quizá sería mejor leer el libro, pero ahora no tengo tiempo ni ganas.
He tenido mucha suerte en la vida: nada me ha sido fácil. Así que he aprendido mucho, de muchas cosas ahora casi olvidadas. Esta mañana, corriendo por los lugares que castigan el cuerpo y dan paz a mi alma, me daba cuenta del largo camino de dolor y decepción que me ha traído hasta aquí.
Así que sé pocas cosas, pero algunas de ellas son básicas para la supervivencia, para no cruzar al otro lado o saltar a la vía del tren.
Sé que la vida es dolor. Que la vida es injusta. Que no hay motivos para la desgracia, y que cuando nos alcanza, nadie puede esquivarla.
Sé que leo mal el mundo, y no lo acuso de engañarme. Sé que la vida no es justa, ni espero justicia. No está escrito en ningún sitio.
Pero eso ya no es motivo para que me preocupe. Porque si me preocupase, no podría vivir. Es por ello que no importa el dolor de las heridas, la profundidad de las cicatrices, la tristeza infinita de las derrotas, el amargo dolor de la injusticia.
Claro que siento el dolor, la desesperación, la tristeza. Hasta el fondo de mi alma, siempre encogida, transida y rota por dentro. Mi secreto es que ya no me importa. He aprendido a relativizar, a esconder el dolor cuando aparece y dejar que pase.
He aprendido que no se gana casi nunca, que hay batallas que no puedes ni siquiera iniciar, que hay días de plantar y días de arrancar lo plantado. Que nunca sale nada como deseas, pero a menudo sí como esperas.
He aprendido a soportarlo todo para no rendirme, para no morirme de pena.
Por eso estoy viendo «La princesa prometida». Porque ahí la vida es fácil. Los malos son malos, los buenos son buenos y todo tiene solución.