Cada vez que la vida se quita su careta, nos enseña su crudeza. En realidad, siempre ha sido así: nuestra sociedad no es más que una pátina amable que trata de esconder la injusticia mediante mecanismos artificiales pero útiles, una especie de lenitivo de la desgracia.
Aunque no puede con todo. Y a veces la vida se abre paso entre las costuras e irrumpe y nos golpea. El «ley de vida», una ley de la que nos hemos alejado voluntariamente, que hemos escondido bajo la alfombra, pero está ahí.
Y cuando nos golpea, nos compungimos, nos rasgamos las vestiduras, nos escandalizamos y encendemos velitas, ponemos fotos tristes en nuestros estados de Whatsapp y, por unos breves momentos, nos unimos en el dolor y en la condena del horror. Pero nunca hacemos nada. Nunca hacemos nada.
Todos estos actos sentimentales solo acallan nuestra mala conciencia y nos permiten dormir más tranquilos, pero no sirven de nada, nunca han servido de nada.
No sirven de nada porque no vamos más allá. Porque no somos activistas. Porque lloramos y nos mostramos escandalizados y dolidos e indignados, pero seguimos con nuestras cómodas vidas, con nuestras televisiones y nuestras cenas y nuestro egoísmo. Nos indignamos de salón, de pose y postureo, y todo queda ahí. No tapamos las calles ni exigimos nada activamente: lleva mucho trabajo.
Decía Reverte que, si había una manifestación en la calle y algo de ruido, bajaríamos a ver si nos han quemado el coche. A ver si ese romano llamado statu quo seguía en perfecto estado de revista. No a unirnos o a pelear. También decía Einstein que el mundo es peligroso no por las personas que hacen el mal, sino por la gran mayoría que se sienta a verlo sin hacer nada.
Hay que cambiar la actitud. Hay que hacer algo; los símbolos, los gestos son importantes, pero no sirven para nada sin acciones. Hay que estar dispuestos a salir, a cansarse, a matar y a morir frente a la vida; a reforzar esas costuras, esa sociedad que es capaz de amortiguar algunas cosas, a reforzar nuestros vínculos para protegernos. Esto cuesta, y se nos olvida que lo que tenemos ahora es lo que consiguió otra gente peleando mucho para que ahora estemos como estamos.
Y lo que no se pelea, lo que no cuesta no vale. Nos hemos hecho comodones, creemos que con velitas y fotos y mostrando nuestra repulsa cambiaremos el mundo. Ni hacemos nada ni exigimos a los que nos gobiernan que lo hagan. Votamos a ideas con estómagos y sin brazos, votamos a los nuestros para que nada cambie.
El mundo se cambia con sangre, sudor y hierro. Ahora y siempre.