Día largo tras las murallas. Afuera se oye el rumor de los bárbaros, crecidos y envalentonados, que piden sin decirlo mi cabeza.
Echo de menos el tiempo que discurre lento en otros tiempos. Esta prisa tenebrosa de estos aciagos tiempos modernos lo emponzoña todo.
Pero aquí estamos, tan lejos de donde salimos, en un lugar tan bueno como cualquier otro. He recorrido muchos caminos, amargos algunos, alegres otros, para llegar aquí. No todos llevan a Roma, pero muchas veces tuve que dejar camino y tomar senda: no siempre se puede elegir; a veces los caminos están abarrotados, o con salteadores, o no son para los pobres.
Pero aquí estamos. Rodeados de fastos y oropeles, de esos que tanto odio; regalo el caviar que me regalan, mi baja condición me hace amar lo sencillo y rehuir de todo lo que reluce demasiado. Alguna vez, rodeado de gente de bien, disfrutando de sus lujos y sus prebendas, pensé: «Podría acostumbrarme a esto». Pero no sería feliz. No con ellos ni sus riquezas o alhajas.
Tengo a mi lado gente de hierro, la mejor que podría nadie desear. Pero a veces echo de menos tu seda. Y es que por ti me hubiera rendido, porque lo único que deseaba era poder contarte esto de viva voz, con dos cervezas en una puesta de sol o en una terraza, sabiendo que esa noche dormiría contigo y besaría tus labios y abrazaría tu cuerpo y olería tu aliento y me perdería en tu pelo y recorrería cada centímetro de tu piel. Por todo eso, me hubiera rendido.
Mas nada acabó así. Y ahora escribo estas líneas que te quiero decir y las meto en la botella y las lanzo al mar, con la vana, ínfima esperanza de que las leas, de que descubras que son para ti, que toda esta poesía lleva tu nombre, que todo mi ejército y mi fuerza y mi riqueza solo ha llegado hasta aquí para encontrar el día en que pueda rendirse a tus pies.