7 mujeres, 7 pecados: vanidad

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El pecado lo cometió ella, y pienso que nada ni nadie hubiera podido salvarla. Aun hoy, que no sé dónde habita ni a quien asedia, sospecho que seguirá perseverando en su pecado, aunque el tiempo no haya pasado en balde para ninguno de los dos.

Cuando le preguntaba cómo estaba, me respondía que «muy buena». Solía mirarse en los espejos de los coches y de los escaparates; solía romper los corazones a su paso y, cómo no, estrelló el mí en mil pedazos, todos y cada uno de los días que pasé a su lado.

Nunca sabré cómo se fijó en mí, uno sin sombra y sin sueño, un solitario que avanza sin camino y sin espejo. Suelo ser más de mujeres de infantería, de aquellas que no destacan y que suelen batirse con la vida en silencio. Así que fue una nota discordante en mi sinfonía de amores, un verso suelto que sólo rimaba consigo misma cuando se miraba en los espejos.

Supongo que ella lo valía, valía todo el tiempo, todo el amor, todo el dolor que vertí, toda la poesía que lanzaba a su océano y llegaba a otras orillas, a otras islas desiertas. Pero mi crédito fue a cero, mi vida se puso boca abajo esperando una promesa que nunca llegaba: nunca seríamos dos, sino uno orbitando alrededor de una brillante estrella, ciega y muda.

Nunca fui nada, nunca fuimos nada. Pero verla desnuda sobre la cama cada noche cerraba todas las heridas que me había abierto la vida durante el día.