Dadme dos días

en

y llamadme Ismael.

No ha llegado a sonar el despertador. Entra una luz tamizada, dispersa, macilenta por entre las cortinas. Suena sordo, amortiguado, el tráfico de la calle, la urgencia de las ambulancias y la policía tejiendo sus circuitos.

Te veo durmiendo, dormida a mi lado, tu pelo y tus curvas dibujando ese jeroglífico que lo promete todo, que todo lo cura, todo locura y risas y esperanza. Atravieso el camino que teje la luz, levanto polvo que reverbera como mariposas perezosas en las tardes bochornosas de verano.

Preparo el desayuno, café solo, fuerte, expreso; prisas laborables sin croissants ni zumo ni lascivia.

Derramo la vista cansada, pausada sobre la pared mientras cojo la mochila y me inserto en la muchedumbre que se aboca en los pasos de cebra, en las escaleras del metro; entre las caras somnolientas, ya agotadas y desesperadas.

Pero yo no. Porque todo tiene sentido si a la vuelta estás tú, tus promesas, tu pelo, tu sofá y palomitas y Netflix; si los fines de semana pueden ser restaurantes y copas y hamburguesas y carreras por la noche, sabiendo que esa noche dormiré a tu lado, te tendré entre mis brazos. Sabiendo que el domingo me recrearé mirando tu pecho oscilar, respirar lento y suave, tu pelo, tus labios.

La promesa de despertar contigo todos y cada uno de mis días.