Hace tiempo podías encontrar mi escondrijo siguiendo el rastro de sangre que dejaba mi corazón. Hoy, mustio y ajado, ya he borrado las últimas gotas, las últimas migas de pan que llevaban del tuyo, de tu corazón, al mío.
Sigo escondido en este blog, sigo echándote de menos, aunque tú no seas tú, sino la mujer de belleza y lealtad incomparables que falsamente proyecté sobre ti y que me llevó tan lejos, tanto que aun ahora no sé dónde estoy.
Arrecian varias tormentas fieras, imparables, sañudas y terribles, como basiliscos en las afueras de mi derruido castillo. Mi mundo emocional se vino abajo en las primeras escaramuzas, y ahora no queda corazón con el que ver puestas de sol, 43 veces en un mismo día. Son agradables cuando uno está triste.
En el resto de aspectos mantengo el tipo de interés, por mucho que se devalúe mi moneda. Me siento cada vez más duro, tosco, burdo, áspero. Embrutecido es la palabra, cuando solo pienso en echar mano a la pistolera y vender cara la piel y este asco de vida; tan vacía, tan sorda en medio del estruendo del mundo que me mira y me señala con el dedo, sin saber que solo soy hierro y hielo y piedra, cuando antes fui fuego y pétalos y madera que adornaba tu puerta.
Asomado a la salida del laberinto, a la luz del final del túnel, oyendo a las hienas a mi espalda, muerto de cansancio y hastío. Y aún pienso en darme la vuelta y cobrarme los agravios recibidos, o morir en el intento. Últimamente pienso a menudo que la muerte es un estado demasiado cómodo, y a fin de cuentas, nadie recordará si volvimos de África sobre el escudo o en angarillas. Mal asunto cuando la sed de sangre, a falta de tu risa y esperanza, mueve el mundo.
Que todo esto es una huida de ti, a ver si el destino me hace toparme con tu hermana gemela; ésa que no sabemos ni tú ni yo que existe. Que al final todo es oficio, aunque sea de tinieblas; tirar de manual, hacer lo correcto y jugar las cartas que te salgan. Poco más queda si no estás tú.