El blanco de un abrazo

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A nadie se le ocurriría ponerle colores a los abrazos ni a los besos, pero han pasado cosas.

No sé lo que ha pasado: risas, adrenalina, alcohol y mil historias que no llevaron, nunca, a ningún sitio.

Sigo tan perdido como antes; puede que más. Ya no queda nada que me conmueva, que me motive. Tan sólo anhelo dejar pasar los días, las olas y los pájaros; ya no busco tus labios ni tu risa ni las amapolas que deja el bajo de tu falda cuando corres por la acera gris y contundente de esta ciudad sádica.

No quiero a nadie.

Y hay canciones que se me han clavado en el tuétano como un arpón y no me liberan del dolor ni de la obligación de agachar la cabeza, de arremeter contra el mundo con el corazón en retaguardia.

Y tú ya no eres tú, porque dejé de ser yo hace tiempo, buscando letras y lineas escondidas en los billetes de avión que traen pasajeros de tierras ignotas, cargados de maletas desdentadas, ajadas, desvencijadas, descargadas de vidas falsas, vergonzantes, ocultando las miserias de una sociedad tan vacía como yo.

No quiero huir contigo a ningún país. Quiero dejarme morir un poco cada día.

Sálvame, porque ya no soy grande, por mucho que veas en mí.

Quizá ahora la diferencia es que no quiero despertarme al lado de nada ni de nadie.