Las 11 de la mañana, y 130 kilómetros entre pecho y espalda. Será el día gris, que todo lo mejora, será el último disco de Luis Ramiro, que va calando, se va infiltrando, lenta, pausada, va clavando alfileres entre las uñas del alma y todo duele. El paisaje sórdido de los juzgados, las caras largas y los trajes de chaqueta y las hordas de mercenarios, sólo redimidos por las buenas personas que tienden la mano cuando la tormenta arrecia.
Sigue el frío, siguen mis botas y mis camisas de cuadros y el viejo abrigo rescatado para que el frío no me muerda el corazón, en esta vida vicaria de sendas manidas y desgastadas por las que transito, sin esperanza de que me salve un alien divino.
Sigo solo. Mi equipo está lejos y me manda suministros y provisiones de todo tipo, pero sigo solo. Solo frente a los francotiradores ciegos, frente a las malas personas, frente a las malas mujeres.
Sigo escuchando a Luis Ramiro, un disco redondo, el volumen de la música acalla la carretera y el dolor. Ya no quiero mi vida, odio mi vida. Odio todos los lugares donde mis pies, donde mi persona se ha ajado y ha impreso cada paso, cada lágrima, cada pequeña alegría. Me aburre esta banalidad ya conocida de antemano, esta monotonía que se convierte en letanía, en salmodia vital que ni alimenta ni reconforta. Esperando salir a un mundo más ordenado, más anónimo, más cosmético. Cansado de la realidad apelmazante, agresora, ramplona y chabacana.
Ven y sálvame de mí.