Otra vez a la brecha, queridos amigos, otra vez,
o tapen la muralla con nuestros muertos ingleses.
En la paz nada conviene más a un hombre
que la serena modestia y la humildad,
pero si el estallido de la guerra suena en los oídos,
entonces hay que imitar la conducta del tigre.
Tensen los músculos, conjuren a la sangre,
disfracen el buen carácter con la furia de rasgos crueles,
y luego den a los ojos un aspecto terrible:
que espíen por las troneras del cráneo,
como el cañón de bronce, y que el ceño los abrume,
terrible como la roca astillada
cuelga y se proyecta sobre su base sacudida,
socavada por el océano salvaje y devastador.
Ahora aprieten los dientes y abran
las ventanas de la nariz, contengan fuerte el aliento
y concentren el espíritu a su máxima altura.
Adelante, adelante, nobles ingleses,
cuya sangre viene de padres probados en la guerra,
padres que como otros tantos Alejandros,
combatieron en estas playas de la mañana a la noche,
y envainaron las espadas por falta de resistencia.
No deshonren a sus madres; atestigüen hoy
que aquellos a los que llaman padres los engendraron.
Sean ejemplo para los de sangre más vulgar,
y enséñenles a combatir. Y ustedes,
mis bravos de infantería, cuyos miembros
se hicieron en Inglaterra, muéstrennos aquí
el vigor de sus pastos; permítannos jurar
que son dignos de su raza, cosa que no dudo,
porque no hay unos de ustedes tan bajo ni tan vil
que no tenga un lustre de nobleza en la mirada.
Los veo como galgos que tiran de la correa,
ansiosos por correr. La caza ha comenzado.
Sigan a su espíritu, y en este asalto
griten: «¡Dios con Harry, Inglaterra y san Jorge!»
Enrique V, acto III, escena I